Post sesshin de octubre en El Negre, Artur Shogyo Duch, Consol Bofill

 

          SESSHIN EL NEGRE

             Dirigida por el maestro zen Artur Shôgyô Duch

 Es el momento en que la noche se abre y anticipa el alba. La lechuza coquetea con la luna llena, las nieblas, espesas, blancas como la nieve sin pisar, llenan el valle.

La madera llama al dojo, la luz cálida nos indica el camino.

 

 El silencio de la noche sigue con nosotros mientras nos sentamos en el zafu frente al muro de vasta piedra.

Se dejan oír los últimos susurros, roces de ropa, murmullos, mientras vamos tanteando el equilibrio sobre el zafu.

Suena la campana. Sólo la voz del godo _quien dirige el zazen_ Artur Shôgyô Duch, reta el silencio para recordarnos los tres pilares de zazen, la postura, la respiración, la actitud, así como lo que hay que hacer o, más bien, no hacer, antes de desasirnos de cuerpo y mente, quedando tan sólo sentados, haciéndonos presentes a la presencia del instante.

El amanecer avanza lentamente transformando el espacio dentro y fuera del dojo.

 .

Todo cambia continuamente, sin tregua. El canto de los pájaros toma el relevo al ulular de la lechuza, el sol despunta y la naturaleza se transforma, el zafu va recibiendo otro peso como si algo sobre él se estuviera reorganizando.

Micromovimientos incesantes tantean un nuevo equilibrio.

Minuto a minuto nada es lo mismo.

 

Hacer presente lo impermanente nos dice el godo. Desde la comprensión de esta verdad podemos aceptar la vacuidad que no es un vacío sino un ir y volver, ir y venir, un imparable movimiento que es necesario acoger para traspasarlo hacia la realidad absoluta, un más allá de todo movimiento, una certeza sentida, intuida, de unidad.

La mañana avanza, suena el metal que nos llama a desayunar, jugando con la madera que dice que, por ahora, el zazen ha acabado.

Salimos a saludar agradecidos estas montañas que una vez más nos acogen con tanta generosidad _ el zen es un camino de gratitud constante, nos dice el maestro Shôgyô Duch, el sol calienta, las nieblas resisten.

El taller de pintura nos conduce a reencontrar lo impermanente desde el ir descubriendo el gesto, el trazo, el color, más allá del deseo de la mirada, del modelo, del juicio.

 


 Con el lápiz, el carboncillo o el pincel en la mano, nos redescubrimos niños que son artistas, artistas que no dejan de ser niños. No el niño que fuimos, sino el niño que somos, no volvemos al pasado, pintando nos encontramos en el presente. 

Reencontrar la “Mente de principiante” nos dicen los maestros. Cada cosa que hacemos la hacemos por primera vez, sorprendiéndonos de todo surgir, de lo que va pasando. No nos movemos desde lo que sabemos, sino desde lo que vamos experienciando a cada paso, a cada gesto, a cada trazo.

Nos descubrimos a medida que el papel se llena de un mundo inesperado, fascinante, cambiante. Cambiante hasta que, en un momento imprevisible, lo que ha ido decantando en el papel dice, es todo, no sobra ni falta nada, por el momento.

Caminar en silencio. Sentir el lenguaje del hayedo que va dejando caer las hojas para protegerse de los fríos días venideros. El abanico de colores, entre cálidos y austeros, que se desprenden de su desnudez entonan una letanía de lo efímero a la vez que lo efímero aparece de una imperturbable belleza.

“Como un fuego invisible, maravilloso, interno,

bajo la tierra desnuda late el grito eterno de la larva, la raíz y la simiente”.[1]

 

 

 Sin atención no nos damos cuenta de lo que pasa, de lo que vemos o sentimos. La práctica de Feldenkrais lo deja claro. Sin atención nos perdemos, no sabemos dónde estamos, lo que hacemos ni cómo lo hacemos, y seguimos una inercia que nos lleva a donde quiere, seguimos otra voluntad, nos quedamos sin tiempo, perdemos la vida.

Nos recuerda Artur Shogyo el cuento del discípulo que pregunta a su maestro por algún truco para avanzar más rápido en la vía. El maestro le responde: atención. El discípulo insiste, pero seguro que debe haber algo más y el maestro le dice, por supuesto, atención, atención. Al discípulo no le convence esta respuesta e insiste, el maestro responde: atención, atención, atención.

Sin atención lo que existe es el piloto automático, es decir, los condicionamientos que nos conforman y nos mantienen iguales a nosotros mismos en la indiferenciación y la ignorancia.

 

 

 

Cuántas necesidades, nos alerta el maestro, que no necesitamos nos cogen y atrapan alejándonos de lo único que realmente tenemos, nuestro tiempo de vida, ese breve impasse que recibimos al nacer y se nos quita al morir.

Es vital entonces preguntarse ¿cómo quiero vivir? ¿Qué vale la pena? ¿Qué tiene sentido?

Así mismo, el poeta nos avisa sobre las ilusiones en “Palabras de la noche”:

“Alza los ojos en las tinieblas, hacia

 las estrellas que hienden mi carne oscura.

 Compárate a su brillo y piensa, criatura,

 qué vale un ideal, una lágrima, un verso”.[2]

 El mondo _preguntas y respuestas_ del sábado despierta gran curiosidad en torno al zen en todas sus dimensiones.

El godo nos lo hace más cercano con sus respuestas y despierta las ganas de seguir en la práctica descubriendo por uno mismo qué es todo esto que los maestros nos transmiten de generación en generación, a menudo de una forma encriptada para las mentes occidentales compartimentadas y llenas en exceso. Esta "oscuridad" en las enseñanzas de los maestros zen, una de las inquietudes que surge durante el mondo, no es otra cosa que el intento del lenguaje de hacerse eco de una experiencia fundamental, inconmensurable e inefable, experiencia que únicamente la práctica nos acerca.

La lección nos la da el maestro zen de avanzada edad que está secando setas bajo un sol de justicia. Un joven le pregunta cómo es que a su edad no deja esta tarea para los jóvenes. El maestro le responde que sólo  él puede hacerlo, únicamente desde la propia experiencia se puede comprender.

 Durante la noche se va la corriente y nos despertamos sin nuestro hábito de encender la luz y orientarnos desde la vista. Levantarse, lavarse, vestirse, tomar el café, todo a oscuras, sentimos nuestra indigencia y dependencia de la electricidad. Y, sin embargo, la tenue luz de una linterna nos convoca alrededor de una mesa, cerca los unos de los otros, mientras tomamos un café antes de zazen, todos unidos en la intimidad cálida de esta penumbra, la de la paloma, justo antes de la primera claridad. Se diría que el calor humano no requiere electricidad.

Hacer de lo impermanente una verdad de vida y un camino a recorrer y aprender, sin duda va conduciendo a una vida plena, serena, sean cuales sean las circunstancias, propias o ajenas.

Sin electricidad nos encontramos desnudos y desprotegidos, en la intemperie. Y, ¿no es desnudarse de las ideas y conceptos adquiridos lo que se requiere para hacer espacio, para dar paso al silencio interior y abrirnos a otra realidad?

El kusen que nos trae el maestro retoma de nuevo lo impermanente desde esta otra vertiente, la de lo que ocupa la mente pretendiendo colapsar el todo de lo que hay, atrapándonos con sus discursos y necesidades.

Cuando nos sentamos en zazen, lo hacemos con el espíritu de Shikantaza, sentarse a no hacer nada, con la actitud de quien contempla todo sin aferrar ni rechazar nada de lo que ocurre.

“Encontrar esa mente espaciosa, no bloqueada por las producciones mentales”.[3]

 


 Dice el maestro Roland Yuno Rech que la paz, la ecuanimidad, no dependen de la desaparición del vaivén continuo, de las pasiones, del dolor, sino de su asimilación, integrándolo como la realidad de cada instante que llega y se va si no se la retiene.

 Somos niños que jugamos y nos descubrimos artistas disfrutando del jugar sin reglas y sin necesidades. Cada movimiento, cada trazo, nos reconecta con una intimidad desconocida.

Un color te enamora y te indica un camino.

Un repentino descubrimiento abre un horizonte, esa lejanía en la que “ya no hace falta pensar, ni imaginar, ni desear nada.”.[4]

Sobre el zafu, seguimos tanteando ese horizonte que se despliega en la presencia del instante, descubriendo la creatividad del espíritu que sólo requiere callar, escuchar, confiar.

Sentados en zazen, en los claros que abre el vaivén y el sonido cambia y se hace silencio, descubrimos tan sólo el peso de una llama sobre el zafu.

 Un gran gassho al maestro Artur Shôgyô Duch por todo lo que nos ha transmitido y hecho vivir en esta sesshin, ¡hemos tocado el espíritu!

Nos vamos llenos de experiencias y con una energía renovada.

Agradecemos a las personas que se ocupan de la masía el Negre su generosa acogida y gran disposición en todo momento.

Finalmente Gassho a todos los participantes por su interés, curiosidad y ganas de aprender en todo lo que se ha propuesto. Esperamos que poco a poco vayan decantando las experiencias vividas juntos.

 

                                                                                               Consol Bofill, octubre 2024

 

 

 



[1] Marius Torres, “Febrero,” Poesías i otros escritos, 53

[2] Màrius Torres, Poesies, 60

[3] Roland Yuno Rech, La iluminación silenciosa, el campo de la vacuidad, 87

[4] Augusto Monterroso, Movimiento perpetuo, 18

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