BERNIE GLASSMAN: ¿POR QUÉ SIGO VOLVIENDO A AUSCHWITZ-BIRKENAU? , en homenaje...
Artículo publicado en : http://es.amor-fati.eu/blog-es
Este año
vuelvo a Auschwitz-Birkenau una vez más. Voy casi todos los años. La gente me
pregunta por qué lo hago. No se sorprendieron la primera vez que viajé a
Polonia en 1994 para visitar el más grande de los campos de exterminio. He sido
sacerdote budista zen y luego Maestro Zen por muchos años, y también soy judío,
nacido en Brooklyn, cuya madre emigró desde Polonia. En noviembre de 2015, los
Pacificadores Zen llevarán a cabo su vigesimoprimer retiro para atestiguar la
realidad en Auschwitz con carácter global e interreligioso, y de nuevo estaré
presente. En realidad mi presencia en el retiro no es necesaria. Un grupo de
líderes y maestros de diferentes tradiciones religiosas van a estar allí.
Entonces, ¿por qué regreso? ¿Por qué un Maestro Zen vuelve a Auschwitz-Birkenau
una y otra vez? Los Pacificadores Zen, que mi exesposa Sandra Jishu Holmes y yo
fundamos juntos, practicamos tres Principios Fundamentales: penetrar en lo
desconocido al soltar nuestras ideas fijas; dar fe de la alegría y el
sufrimiento; y llevar a cabo acciones amorosas.
En Auschwitz
no es difícil soltar nuestras ideas fijas. El lugar en sí (con sus
interminables cielos grises que cubren kilómetros de alambre de púas y un
conjunto de instalaciones de exterminio en decadencia) es tan aterrador que
siempre nos abruma, sin importar cuánto nos preparemos para la visita o lo
mucho que hayamos leído o reflexionado sobre él. Incluso si has visto el museo
repetidas veces, como lo he hecho yo, o has caminado con frecuencia por las
interminables vías del ferrocarril que llevaron a tanta gente al exterminio,
puedes contar con una cosa: tus expectativas, tus prejuicios, tus sistemas de
creencia más básicos sobre el amor y el odio, el bien y el mal, serán
aniquilados al llegar a Auschwitz.
De hecho,
después de ver las interminables fotografías de los reclusos agonizantes y de
las grandes pilas de sus pertenencias saqueadas por los nazis, después de
visitar Birkenau y ver los restos de la meticulosa tecnología desarrollada en
función del genocidio y el exterminio en masa, se nos paraliza el pensamiento
completamente. Como han dicho los escritores y filósofos, no existen palabras
para hablar de Auschwitz. Yo podría añadir que tampoco el pensamiento es
posible. Estamos en el lugar del no-saber. Gran parte de la práctica zen y
muchas técnicas utilizadas por los maestros zen pretenden llevar al practicante
a este mismo lugar del no-saber, a soltar lo que sabe. Al caminar por Auschwitz
y Birkenau, se detiene el pensamiento. Nos quedamos como atontados. Solamente
podemos ver las interminables vías del ferrocarril bajo la nieve, sentir el
frío glacial del invierno polaco en nuestras manos desnudas, el olor de madera podrida
en las pocas barracas que quedan en pie y luego escuchar el nombre de los
muertos.
Cuando atestiguo la realidad de
Auschwitz, simplemente estoy atestiguando distintos aspectos de mí mismo.
Sucede lo mismo cuando damos fe de la pobreza, la indigencia, el hambre y la
enfermedad. Vemos cómo una parte de nosotros hace algo mientras otra parte de
nosotros padece la acción.
Siempre
iniciamos sentándonos en un círculo grande alrededor de las vías del
ferrocarril, donde estaba el puesto de selección, justo enfrente de los hornos
crematorios. El sonido de un shofar (o cuerno musical hebreo) da inicio al
período de meditación, y luego cuatro personas sentadas en puntos diferentes
del círculo empiezan a cantar los nombres de aquellos que murieron en
Auschwitz. Los nombres provienen de las listas oficiales compiladas por las SS
y de otras que nos han proporcionado algunos participantes, en base a sus
recuerdos propios, o de sus familiares y amigos.
Todos cantamos los nombres por
turnos: Elisa Sara Fein (10 de marzo 1907 – 8 de diciembre 1943), Heinrich
Israel Feiner (8 de marzo 1878 – 2 de enero 1944), Markus Fejer (14 de julio
1925 – 19 de junio 1942), Rywa Sara Feld (5 de diciembre 1911 – 6 de diciembre
1943). Cada uno canta los nombres durante diez minutos y luego continúa la
persona siguiente en el círculo. Las listas, como hemos visto, incluyen las
fechas de nacimiento y muerte de las víctimas. Por eso sabemos que algunos eran
de edad avanzada y otros eran niños pequeños. Pero al cantar no incluimos las
fechas, sino solo los nombres: Lilly Ernst (9 de febrero 1939 – 17 de enero
1944), Hugo Fenyvesi (27 de octubre 1875 – 5 de mayo 1942), Sophie Ferko (15 de
marzo 1943 – 21 de mayo 1944). Somos un grupo global, de modo que cantan voces
estadounidenses, irlandesas, holandesas, italianas, alemanas, suizas,
israelíes, polacas y francesas. Los nombres mismos provienen de una multitud de
idiomas. A todos llega el turno de cantar. Los nombres resuenan en el gran
círculo. A veces un nombre se parece al de un compañero de trabajo o al de un
amigo. A veces la persona que canta hace una pausa: ha encontrado un nombre
exactamente igual al suyo. Es que repetir nombres es como repetir historias.
Cuando recitamos el nombre en voz alta, los huesos secos vuelven a la vida,
huesos de hombres, mujeres y niños de toda Europa: nacieron, algunos crecieron,
algunos se casaron, algunos tuvieron hijos, todos murieron. Sus nombres se
convierten en nuestros nombres, sus historias, en nuestras historias. Esto es
lo que pasa cuando damos fe de la realidad.
“Puedes haber visto lo que has visto
sin convertirte jamás en testigo. Puedes haber visto el mundo entero sin haber
jamás dado fe de nada. Te conviertes en testigo sólo cuando lo que miras se
vuelve significativo para alguien – para ti mismo, por ejemplo”.
— PETER
GROSZ
Peter Grosz,
un ciudadano estadounidense que reside en la República Checa y que participó en
uno de estos retiros, nos escribió recientemente (muchas de las personas que
asisten envían luego cartas, artículos y anotaciones de sus diarios personales
que describen sus experiencias). Al reflexionar sobre lo que significa dar fe
de la realidad, escribió lo siguiente: “Puedes haber visto lo que has visto sin
convertirte jamás en testigo. Puedes haber visto el mundo entero sin haber
jamás dado fe de nada. Te conviertes en testigo sólo cuando lo que miras se
vuelve significativo para alguien – para ti mismo, por ejemplo”. ¿En qué modo
llegan a ser significativas las cosas? ¿Qué es este proceso de presenciar, de
dar fe, más allá del simple ver? Cuando somos testigos de una situación, nos
convertimos en cada aspecto de dicha situación. Cuando damos fe de la realidad
de Auschwitz, en ese momento no hay ninguna separación entre nosotros y la
gente que allí murió. Tampoco hay ninguna separación entre nosotros y los
responsables de su muerte. Nosotros, como individuos, con nuestras identidades
y estructura del ego, desaparecemos, y nos convertimos en la gente aterrorizada
al bajar de los trenes, en los guardias indiferentes o brutales, en los perros
que gruñen, en el médico que señala la derecha o la izquierda, en el humo y la
ceniza que eructan las chimeneas. Cuando damos fe de la realidad de Auschwitz,
somos todos los elementos de Auschwitz. No es un acto de voluntad, sino de
desprendimiento. Lo que soltamos es el concepto de la persona que creemos ser.
Por eso comenzamos por el no-saber. Sólo entonces nos convertimos en todas las
voces del universo – la de quienes sufren, la de quienes causan el sufrimiento
y la de quienes observan cruzados de brazos. Porque nosotros somos toda esta
gente. Somos el universo.
Tras cinco
días sentados en meditación donde estaba el puesto de selección, alternando con
el canto de los nombres de las víctimas, muchos de los participantes,
incluyendo los que no tenían ninguna conexión familiar directa con Auschwitz,
se veían a sí mismos como quienes habían ido a la cámara de gas. Las madres
sentían que estaban entregando a sus hijos a las cámaras de la muerte. Los
hombres veían sus propios cuerpos convertirse en humo dentro de los hornos
crematorios. Resultaba más difícil verse a uno mismo como el guardia que
conducía la gente al suplicio. Uno de los participantes del retiro era un
veterano de Vietnam. Se percibía a sí mismo como un guardia en lo alto de los
puestos de vigilancia, apuntando el rifle hacia los prisioneros que estaban
abajo, pero no fueron muchos los que pudieron verse a sí mismos de este modo.
La famosa
oración de la unidad, el Shemá Israel, comienza con la palabra ‘escucha’:
“¡Escucha, oh Israel, Yahveh es nuestro Dios, Yahveh es uno!” La unidad
ciertamente comienza con la escucha, pero también la escucha comienza con la
unidad. La ceremonia budista de los Pacificadores Zen comienza en un modo
parecido: “¡Atención! ¡Atención! Al elevar la mente de la compasión, el
Alimento Supremo se ofrece a los espíritus hambrientos en todo espacio y en
todo tiempo, llenando la partícula más pequeña con el espacio más grande.
¡Escuchad! ¡Atención! ¡Sed testigos!” Esto no sucederá si quieres mantenerte
alejado del dolor y del sufrimiento. Probablemente no sucederá si, como la
mayoría de la gente, vas a Auschwitz, ves los objetos del museo y vuelves a los
autobuses para escapar rápidamente. Cuando vengas a Auschwitz, quédate un rato
y comienza a escuchar las voces de ese universo terrible – voces que no son
otra cosa que tú mismo – y entonces algo sucederá.

Photo by
Peter Cunningham
Durante uno
de estos retiros, un hombre de ascendencia judía que vivía en Dinamarca se puso
de pie una noche y habló de perdonar a quienes habían cometido tantas
crueldades en Auschwitz. Un momento después se puso de pie nuevamente y añadió:
“¿Y luego qué? Sí, perdonas, ¿y luego qué? ¿Allí termina todo? ¿O hay que hacer
algo más?” Si realmente doy fe de la realidad, si me convierto en todas las
voces de Auschwitz, entonces es a mí mismo a quien perdono, a nadie más. En
cada momento veo que parte de mí está violando y parte de mí está siendo
violada. Parte de mí está destruyendo y parte de mí está siendo destruida. Parte
de mí pasa hambre y parte de mí come en exceso. Parte de mí está paralizada y
parte de mí emprende una acción. En ese momento ya no tiene sentido permanecer
en el lugar del remordimiento y la culpa, de la ira y la acusación. Cuando
comienzo a darme cuenta de que todo es parte de mí, puedo comenzar a hacerme
cargo de la situación. Cuando atestiguo la realidad de Auschwitz, simplemente
estoy atestiguando distintos aspectos de mí mismo. Sucede lo mismo cuando damos
fe de la pobreza, la indigencia, el hambre y la enfermedad. Vemos cómo una
parte de nosotros hace algo mientras otra parte de nosotros padece la acción.
Si nos dejamos atrapar por la ira y la culpa, nos quedamos paralizados, no
podemos actuar. Cuando veo que todos estos demonios no son otra cosa sino yo
mismo, entonces puedo comenzar a actuar. Entonces podemos comenzar a cuidar a
los demás, que no es otra cosa sino cuidar nuestro propio ser.
¡Atención! ¡Atención! Al elevar la
mente de la compasión, el Alimento Supremo se ofrece a los espíritus
hambrientos en todo espacio y en todo tiempo, llenando la partícula más pequeña
con el espacio más infinito. Todos vosotros, espíritus hambrientos de las Diez
Direcciones, por favor venid aquí. Al compartir vuestra angustia os ofrezco
alimento, con la esperanza de apagar vuestra sed y vuestra hambre”.
En el
budismo decimos que en cada momento estamos constantemente pasando de un reino
del deseo al otro. Existe el reino del infierno y el reino de los dioses.
Existe también el reino de los espíritus hambrientos. Una de las imágenes que
usamos para representar a los espíritus hambrientos es la de una persona
sumamente delgada, con la boca pequeña, el cuello largo y estrecho, y un inmenso
estómago. El espíritu hambriento siempre tiene hambre, pero tiene una capacidad
muy reducida de absorber los nutrientes que necesita. Voy a Auschwitz una y
otra vez por esta razón: cada vez que vuelvo a ese enorme campo de
concentración me doy cuenta nuevamente de que estoy lleno de espíritus
hambrientos. Estoy lleno de apego, de ansia, de espíritus insatisfechos. Cada
parte de mí que carece de paz, que está sufriendo, insatisfecha, enojada y sin
encontrar la salida, es un espíritu hambriento. Un niño hambriento, un padre
abusivo, una madre afligida que lleva a su hijo a la cámara de gas, un guardia
brutal, un drogadicto que mata para conseguir su dosis, son partes de mí mismo
que tienen hambre y que carecen de paz. Yo soy todos y todo, incluso soy
aquellos que apartan la vista para no mirar.
Al final de
la larga carta que me escribió, Peter añadió: “Auschwitz es un lugar sin Dios
sólo para quienes lo ven como desprovisto de voz”. Se quedó cinco días, se dio
cuenta de que Auschwitz está lleno de voces, y que todas le pertenecen.
“¡Atención! ¡Atención! Al elevar la mente de la compasión, el Alimento Supremo
se ofrece a los espíritus hambrientos en todo espacio y en todo tiempo,
llenando la partícula más pequeña con el espacio más infinito. Todos vosotros,
espíritus hambrientos de las Diez Direcciones, por favor venid aquí. Al
compartir vuestra angustia os ofrezco alimento, con la esperanza de apagar
vuestra sed y vuestra hambre”.
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